¿Por qué no quieren el 12 de septiembre?

Las
filtraciones de la sala de máquinas del Consell de Mallorca a ciertos
periodistas afines apuntan a que Més se habría salido con la suya a la
hora de imponer la fecha del 31 de diciembre como Diada de Mallorca,
sustituyendo la actual del 12 de septiembre. Se trata de una reclamación
histórica del catalanismo que, una vez más, se sale con la suya en
medio de la indiferencia silenciosa de la derecha y la genuflexión de la
izquierda balear, las muletas cómplices y necesarias para que el
catalanismo siga avanzando en su deseo de construir simbólicamente una
identidad mallorquina ajustada a su ideología. O sea, tratando de
magnificar al máximo aquellos vínculos que nos unirían a los catalanes y
despreciando todos aquellos –muchísimo más numerosos a lo largo de los
3.000 años de nuestra historia, incluso del último milenio, se mire por
donde se mire– que nos distancian de nuestros queridísimos “germanos del
norte”. De ahí la obsesión de Miquel Ensenyat de eliminar la Diada
del 12 de septiembre no por su falta de arraigo (¿y qué arraigo tiene
todo lo que organiza el catalanismo por estos pagos a pesar de contar
con todo el apoyo público e institucional?), no por falta de popularidad
(¿acaso fue muy popular denominar la lengua como “catalana” en 1983
cuando cinco años antes la Constitución Española fue publicada en el BOE
en “lengua balear” (sic)?), sino porque el 12 de septiembre nos remite a
unos hechos que no encajan en los esquemas mentales de quienes
pretenden inculcarnos la historiografía romántica catalanista que, no
olvidemos, tiene apenas siglo y medio de existencia, no más.
En
efecto, de lo que estamos hablando aquí y ahora no es de historia sino
de adecuar los símbolos identitarios (lengua, bandera, diadas) del
pueblo mallorquín –y por extensión, del balear– a una determinada
ideología de corte nacionalista, la que empieza a asomar su cabecita
tímidamente a finales del siglo XIX, circa 1880, en plena Renaixença catalana. Como ha pormenorizado con todo lujo de detalles el profesor e historiador de la lengua August Rafanell en La il·lusió occitana
(Ed. Crema, 2006), hasta 1880 la inmensa mayoría de expertos en lenguas
románicas consideraban el “catalán” (igual que el mallorquín-balear y
el valenciano) como un dialecto de la lengua provenzal, lemosina o de
Oc. Las pruebas son abrumadoras. Sólo algunos, como Ballot y Antonio de Bofarull,
autores de las primeras gramáticas de catalán, se habían atrevido a
afirmar que el catalán era una lengua separada de la legendaria lengua
de los trovadores, la langue d’Oc. Para que se hagan una idea, en 1874, cuatro ilustres baleares (Jeroni Rosselló, Pons Gallarza, Tomàs Forteza y el menorquín Quadrado) aceptaron formar parte de una Academia de la Lengua de Oc encabezada por el genial poeta occitano Frederic Mistral y sus felibres,
academia que tenía por objeto normativizar, fijar y codificar la lengua
provenzal en la que se subsumían el catalán, el valenciano y el balear.
Entonces, la inmensa mayoría de los prohombres de la Renaixença (Aribau, Víctor Balaguer, Milà i Fontanals, Verdaguer, Maragall...) no dudaban de la unidad lingüística y cultural con los occitanos de allende los Pirineos. Es más, la Renaixença
catalana se consideraba deudora del admirable renacimiento de las
letras occitanas. Los primeros juegos florales de Barcelona (1859) se
inauguran cinco años después de la fundación del Felibrige (1854), la aurora del movimiento occitanista encabezado por Mistral.
Su influencia será tanta que alcanzará a los juegos florales de
Barcelona donde se aceptarán las obras de los poetas ultrapirenaicos
siempre que se escriban en una grafía comprensible.
Sólo tras la ruptura de relaciones entre el francés Mistral y el español Víctor Balaguer
por circunstancias políticas se esfuma la posibilidad de crear una
ortografía y gramática unificadas entre ambos lados de los Pirineos. Es
entonces cuando el espíritu de los tiempos cambia. Los catalanes ven en
sus hermanos occitanos más un lastre que un impulso y empiezan a tomar
conciencia de la separación idiomática. Mossèn Alcover, sin ir más
lejos, pocos años antes de presidir el I Congrés de la Llengua Catalana
(1906), todavía creía en la unidad de la lengua occitana. Como apunta
Rafanell, tendremos que esperar al 1934, en plena II República, cuando
Fabra y la intelligentsia catalana firmen, en un acto supremo
de autoridad, el acta de defunción de esta “ilusión occitana”, una
auténtica llamada al orden dirigida contra las “desviaciones”
occitanistas.
Y si esto
ocurría a finales del XIX, ¿cómo puede sostenerse a día de hoy que la
conquista de 1229 fuera “catalana” en el sentido de que el pueblo
mallorquín pasó a hablar “catalán” como afirma la ley de normalización
lingüística? No hay un solo documento escrito que certifique que en 1229
los “catalanes” –un gentilicio que apenas se empezó a utilizar un siglo
antes– hablaran una lengua diferenciada de los territorios de Oc. Ni
los filólogos más voluntaristas han sido capaces de encontrar alguna
acta fundacional del catalán que certifique claramente dicha separación
lingüistica en el medievo. En realidad, eran los “catalanes” (o como se
llamaran) los que escribían en la prestigiosa lengua de los trovadores y
no al revés.
Sobre
esta patraña originaria, sin embargo, el nacionalismo ha construido una
ideología que pretende reincorporarnos a la catalanidad perdida, un
mito. La nación no preexiste al nacionalismo. Es al revés, es
el nacionalismo quien la crea y para ello se vale de todos los elementos
–algunos ciertos, otros inventados, otros deformados– que están a su
alcance para llevar a cabo esta “profecía autocumplida” como es toda
construcción nacional. Por eso se magnifican ciertos episodios
históricos y se obvian otros, tal vez más relevantes. La historia, como
la filología, se transforman así en ilustres cortesanas de la política.
No seré yo quien discuta, ¡sólo faltaría!, la legitimidad de los
catalanes de crear su propio idioma que ha servido de base a sus deseos
de emancipación nacional. Antes otros lo hicieron. Otra cosa es que,
además de absorbernos a cámara lenta gracias a unos políticos serviles e
ignorantes que se pliegan ante los argumentos de autoridad de unas
élites intelectuales venales y politizadas al máximo, pretendan hacernos
comulgar con sus ruedas de molino, disfrazando sus pretensiones
políticas de “científicas” o acordes con el signo de la historia. A fin
de cuentas, todos somos libres de creer en lo que queramos, incluso en
los “curanderos”, como decía el otro día en IB3 Antoni Joan Pons con la arrogancia propia de la feligresía nacionalista.
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Publicat a EL MUNDO/El Día de Baleares, 10/12/2016
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Publicat a EL MUNDO/El Día de Baleares, 10/12/2016
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