Los filósofos-reyes nos quieren gobernar

Los filósofos-reyes nos quieren gobernar

Recull de premsa |
Mite cavernaJOAN FONT ROSSELLÓ. Con Platón se inaugura la tensión entre los intelectuales y la polis entendida como espacio de discusión y pluralidad. El filósofo busca por primera vez intervenir en los asuntos de la ciudad y en su propósito no duda en asociarse al tirano para llevar a cabo su programa de gobierno. De acuerdo con Hannah Arendt y Karl Popper, la filosofía platónica no es ninguna exaltación de la polis sino todo lo contrario: una crítica feroz a la doxa, a la retórica de los demagogos (contrapuesta a la dialéctica de los filósofos), a la polémica, al inevitable pluralismo que conlleva siempre un debate abierto. Nace así el “complejo platónico” de los intelectuales, como nos recuerda Valentí Puig. “El filósofo creía que le correspondía ser príncipe. Forma parte de una vieja falacia: al creerse saber cómo deberían ser las cosas, el intelectual se considera capacitado también para llevarlas a buen puerto”. La parábola de la caverna platónica constata la separación entre una minoría capaz de captar la Verdad y la mayoría (la polis) que vive en las tinieblas.
Con la desintegración de la antigua filosofía en las distintas ciencias y humanidades a finales del siglo XVII, el nuevo intelectual tratará de revestirse del halo del científico natural, el gran triunfador de la Revolución Científica. Las “ciencias naturales” (física, química, biología) ocupan la cumbre de todas las ciencias, se convierten en la máxima expresión del conocimiento objetivo. No sólo por sus evidentes beneficios sociales sino porque poseen un “método científico” exigente y que funciona. Las ciencias naturales son matematizables, verificables, experimentables y sobre todo predictivas, sujetas a los principios de falsabilidad y reproducibilidad.
Admirados por su éxito, no faltarán las tentativas por parte de la otra isla desgajada de la antigua filosofía, las llamadas “ciencias” sociales o humanas (economía, psicología, política, Historia, sociología), de parecerse a las envidiadas ciencias naturales. Tratarán de copiar sus métodos, establecerán sus propios “principios” a modo de axiomas matemáticos, se tornarán más racionales y sistemáticas, tratarán de enunciar “leyes humanas”, pero siempre se toparán con un problema insalvable: la libertad del hombre. Ahí radica, de hecho, el eterno debate entre las “ciencias” sociales y las humanidades. Mientras los “científicos” sociales consideran al hombre como un animal sin espiritualidad en su afán por hacerlo predecible, los humanistas, más humildes, dicen que no lo es y acusan a los primeros de superficiales. Los límites de las certidumbres de las “ciencias” sociales, así como su pobreza de resultados, tanto teóricos como prácticos, comparados con los obtenidos por las ciencias naturales de la mano de las ciencias formales (lógica, matemáticas), no han impedido que muchos “científicos” sociales, tal vez como reacción a estas mismas limitaciones, compartan una arrogancia intelectual y moral insultante.
Adivinen cuáles son los profesores de la UIB que más sufren de este “espejismo cientifista”. Filólogos de lengua catalana, pedagogos o ciertos historiadores apelan continuamente a la “ciencia” para imponer sus puntos de vista. Paradójicamente, son los menos científicos de todos. Y por varias razones. En primer lugar, porque la huella científica de sus disciplinas es muy débil, cuando no inexistente: la filología ni siquiera suele considerase una “ciencia” social y suele encajonarse en las humanidades. En segundo lugar, porque no someten sus teorías a la realidad de los resultados, una actitud anticientífica, máxime en unos campos donde, a falta de experimentación, la verificación de los resultados es primordial. Así, vemos a Carlos Manera defendiendo erre que erre sus teorías pese a su nefasta gestión como político. A pedagogos como Martí March defendiendo un sistema de inmersión que, no sólo es antipedagógico en esencia para los castellanohablantes al negarles la posibilidad de aprender en su lengua materna, sino que ha fracasado con estrépito entre ellos. A los filólogos catalanes que no reconocen que el estándar oral (con su artículo literario) ha sido un fracaso a todas luces, incluso entre sus discípulos más entregados a la causa como los maestros. Y en tercer lugar, porque las ciencias sociales son un campo abonado y muy apetecible para hacer un uso bastardo de ellas. Por su propia metodología de trabajo (un remedo del “método científico” fundado apenas en la selección de las fuentes y su interpretación), las “ciencias” sociales casi nunca son ajenas a los prejuicios ideológicos, de ahí el sesgo político de sus estudios. La política suele disfrazarse de ciencia.
Estos expertos se han convertido en el principal escollo que impide cualquier tipo de reforma del Govern, la que sea, por muy legitimada que esté por las urnas. Aquí en Baleares sufrimos un verdadero “tapón elitista” que obstruye cualquier reforma si no cuenta con la bendición de la UIB. Este es el panorama de una sociedad indefensa ante la fatal arrogancia de unos sabios que hemos encumbrado entre todos y que están convencidos de que tienen que gobernar sobre una masa ignorante que está en manos de los “demagogos” del PP, una formación a la que odian, todo sea dicho, por el nefando pecado de mantener una cierta conexión con la realidad de la calle que ellos perdieron hace tiempo.
Publicat a El Mundo-El Día de Baleares, 3-5-2014

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